Otra mañana en el aglomerado metro de Madrid, hora punta; la gente
somnolienta, con prisas, leyendo, escuchando música, intentando coger un
asiento entre la multitud.
Zoe estaba medio dormida, hoy no le apetecía leer. Le gustaba sumergirse en
la lectura cuando iba en el metro, conseguía evadirse de la gente, del tiempo y
el viaje era mucho más ameno. Aunque últimamente el metro estaba demasiado
saturado, casi nunca lograba sentarse. Se iba pareciendo a Japón, dentro de
poco tendrían que contratar a alguien para que los metieran a todos a presión y
se pudieran cerrar las puertas.
Un hombre trajeado iba leyendo el periódico y una noticia llamó su
atención: «Otra desaparecida, ya van tres en seis meses». Zoe sintió un
escalofrío. A la primera chica la vieron por última vez saliendo del cine y
entrando en su coche. Aparcó en la zona donde vivía, pero nunca llegó a su
domicilio. La segunda desapareció cuando salía de la academia donde bailaba
salsa y, después de esa noche, tampoco se volvió a saber de ella. Al parecer,
ahora tampoco localizaban a otra muchacha. «Estas noticias hacen que te den
ganas de no salir de casa», pensó Zoe.
El metro comenzó a entrar en la siguiente estación. Lo vio, allí, de pie,
esperando a que se detuviera el tren para poder subir; y como por arte de
magia, paró frente a la puerta donde estaba ella. Desde hacía varios meses se
lo solía encontrar, pero normalmente subía en la siguiente parada, aunque no
siempre coincidían.
No era un hombre cañón, tenía algo, y ese algo especial era lo justo
para que resultase muy atractivo. Llevaba una camiseta marrón de manga corta
que hacía resaltar su piel bronceada. El pelo corto y alborotado le daba un
aire pícaro, pero, a la vez, su manera de moverse imponía e intimidaba.
Aparentaba unos treinta y cuatro años, más o menos, dos más que ella. Zoe
estaba agarrada a la barra, esperando que alguien se levantara del asiento para
así poder coger sitio. Él entró y se quedó
muy cerca.